Entrevista romanceada, para el taller Cómo se escribe para un periódico, FNPI,
Cartagena de Indias, Agosto de 2013
Cruz Villeros, la madraza del
Portal de los Dulces
Doña Cruz tiene 92 años y es la
puestera más vieja del Portal de los Dulces. Este año fue
reconocida por la Alcaldía, aunque a diario se lleva el mejor de los
premios: la visita de más de diez hombres que pasan por dulces,
tintos y charla
Doña Cruz apenas puede moverse. Si
no fuera por su risa, porque habla, porque su mirada dice que está
escuchando y observando todo, sería muy fácil dudar de su lucidez,
de que está sentada en el Portal de los Dulces haciendo algo más
que esperar a la muerte. Todos los días se levanta con un objetivo:
llegar al Portal, servir el tinto, ver a “los chicos”. Cruz
Villeros es “la madre” del Portal de los Dulces de Cartagena, una
señora de 92 años que desde los cinco está en el lugar. Comparte
su puesto con Tomasa, su cuñada de 70, y recibe, todos los días, a
un grupo de 16 hombres que la visitan y acompañan, y que ella misma
denominó “El club de los súper maricas”. En abril de este año,
las dos señoras fueron reconocidas por la Alcaldía de Cartagena por
el “aporte al patrimonio de la ciudad”.
El siglo XX no había llegado a su
tercera década cuando Cruz llegó al Portal. Acompañaba todos los
días a su hermana Andrea, de quien aprendió, mirando, el arte de
cocinar dulces. Los años de escuela – no sabe ni leer ni escribir
– se le fueron en la Torre del Reloj y la Plaza de los Coches. “Me
la pasaba en el tren y corriendo por todas partes. Cuando volvía me
daban con un palo de escoba, porque me iba sin permiso”. Por más
de 70 años, la repostera vendió muñequitos de leche, panderitos,
cubanitos, merengues, cocadas. En el ocaso de su oficio, su puesto
tiene apenas cuatro frascos. “Por las manos, ya no puedo cocinar”.
Tampoco puede comer dulces ni tomar alcohol. “Los extraño, claro
que sí. Extraño los cubanitos que tienen coco con leche y el
whisky”.
“El Portal era mejor que ahora.
Los dulces eran más artesanales y sabrosos, ahora hay mucha gente
que no sabe cocinar, que no se preocupa por hacer una cosa buena. De
la buena época quedamos nosotras”. Ni Tomasa ni Cruz quieren
hablar del antes, de la belle époque de los dulces
cartageneros. “¿Para qué quieres que me acuerde? Yo no recuerdo
nada ya. No quiero recordar”, se queja Cruz. Evitan nombrar a
Rafael, el marido de Cruz que falleció hace tres años, quien abría
el puesto por la mañana. No se esfuerzan por pensar a qué famosos
le dieron sus dulces, ni siquiera en contar la historia de cuando
Bill Clinton fue su cliente.
Cruz y Tomasa viven juntas en Villa
Corelca, en el suroriente de la ciudad. Como buena cartagenera, Cruz
da su dirección exacta: “vivo en la puta mierda”. Todos los días
se levantan a las cinco y preparan el café. Un muchacho del barrio
llamado Marcos las pasa a buscar en carro, porque doña Cruz ya no
puede caminar hasta el bus con los termos llenos de café. A las 7
llegan al portal y a las 17.30 Marcos las busca de nuevo.
El Club de los Maricas
Cruz Villero escarba entre unas
bolsas hasta encontrar una porción de carisecas. Con tranquilidad,
acerca un cuchillo tembloroso y empieza a cortar el postre en tres
pedazos que reparte a Ricardo, Lorenzo y José, sus “hijos
postizos”. Hace lo mismo con el café. Luego mira a Tomasa, y le
dice: “¿Has visto? Son unos maricas”.
“Nosotros somos los súper maricas
con mucho orgullo. Compartimos una abuela”. Ricardo, Lorenzo y José
tienen 52,42 y 55 años respectivamente. Como si fueran unos niños,
todos los días pasan obligados a saludar a Cruz, que los espera con
el café escondido de los demás transeúntes. Dicen que es de los
mejores tintos, lo mejor que se consigue y ella elige con quién
compartirlo. “Ella me explica la vida y yo le explico la vida a
ella. A veces nos orienta y a veces nos insulta: a todos nosotros nos
dice que somos unos maricas”, contó José, ingeniero y profesor
universitario.
Cruz no sabe cuántos hijos y nietos
adoptivos tiene. Reemplaza la cifra por un “Uuuh”. Los miembros
del club dicen que han llegado a reunirse hasta 16 personas alrededor
del puesto. Son todos hombres, adultos, profesionales, que, haciendo
poco honor a la membrecía que los une, giran la cabeza para mirar a
cada chica que pasa, aunque su mujer preferida siga siendo Cruz. Para
Tomasa, hay una razón: ella, el Portal de los Dulces y toda la
ciudad son patrimonio de la humanidad. Y aunque a lo mejor el mundo
no se atreva a reconocerla, en abril de este año la Alcaldía de
Cartagena dio el paso. Durante el Foro “Cartagena, una mirada a las
mujeres”, distinguió a las dos señoras por su “aporte al
desarrollo de la ciudad”.
Ricardo, que es joyero, padre y
abuelo, dice que pasa todos los días a verla. “Vengo por la
amistad y el tinto. Cruz es un ejemplo de la mujer que ya no existe
en el mundo. Tenacidad y bondad en presencia viva. ¿Sabes cuál es
el don que Dios le dio? Su berraquera”. Habla como si estuviera
parado en un podio. Sus compañeros sonríen y dicen que ya lo dijo
todo. Cruz se tapa la cara, apenas tiembla pero se escucha su risa
aguda. Está más convencida que nunca y se los dice: no habrá más
carisecas para ellos. Por maricas.
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