viernes, 8 de mayo de 2015

Cuando sea grande quiero ser Irupé



Nota publicada en el diario El Ciudadano, 
acá con aclaraciones y retoques menos periodísticos, más permisivos 
Nota abierta a nuevas historias. 


 

Julián y su hermana llevan al menos dos horas remando por el Paraná y más de media estancados entre camalotes. Pasan los minutos, se adentran más en la isla, y no hay rastros del Irupé. Una gaviota caza un pescado al lado de Julián y el pibe, más contento que nunca, da la aventura por finalizada: se están cansando, no saben si van por el camino correcto y lo que han visto hasta el momento - decenas de aves y plantas desconocidas - les alcanza. Dejan el kayak flotando. Julián se baja y decenas de mojarritas se le prenden de los pies. El está chocho. Julián saca el mate y con su compañera se sientan a observar el espectáculo: pájaros vecinos y extraños en su hábitat natural. A lo lejos se vislumbra el puente Rosario-Victoria, algunas torres de la ciudad también. Apenas contaminan la visual. Los ruidos ya no llegan, sólo se escucha la isla y es un sonido más parecido al chamamé que al bocinazo. Es un lujo. Julián se siente afortunado. La gaviota sigue revoloteando por ahí. Se zambulle, vuelve a volar. A lo lejos un pez salta, cual delfín. Julián flashea. Sólo le falta ver el Irupé, la meta que se había propuesto ese domingo de pascua. “Lástima, volveremos el próximo”, piensa en voz alta. “Y preguntamos mejor cómo llegar”. Una lancha interrumpe y la ven pasar por un camino que a ellos se les escapó. “Si llega hasta acá es porque busca la planta”, dice él, y decide seguirla. Reman. Reman. No va a ser mucho más. A lo lejos ven una especie nueva. ¿Serán? Son. Tres Irupé. Gigantes. Lo tocan, tratan de que no se rompa. Ponen las manos, los pies, sienten la textura. Siguen remando y recorriendo. Ven flores, ven capullos, ven Irupé naciendo, Irupé muriendo, Irupé en manada, Irupé solitarios tomando sol en la orilla. Sienten el éxito: llegaron. Sienten una alegría intensa. ¿Qué son esas sensaciones? No se lo preguntan. Llegaron y sienten el éxito: llegaron, vieron el Irupé, y es como si ahora tuvieran la certeza de que no es una leyenda. Siguen vivos. Resistiendo. Empiezan a volver. Julián suspira y ahoga un grito de emoción. “Cuando sea grande quiero ser Irupé”, confiesa, como quien acaba de encontrarse entre la naturaleza.

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El irupé es una planta bellísima, atravesada por varias leyendas del Litoral. Hace dos años fue noticia. “Reapareció”, se dijo de boca en boca y en los medios locales, y se reavivó la leyenda. Si reaparece es porque alguna vez se fue. Y si alguna vez se fue, puede volver a hacerlo. Y aunque bien podría tratarse de una repoblación de la zona por la crecida del río, la aventura de buscar al irupé está más bien motivada por la fantasía que envuelve a la planta. Los que parten en la búsqueda coinciden luego en que el viaje en lancha o kayak hasta el punto de referencia –cerca del Charigüé, por La Carlota, o “más allá después del puente”– vale la pena tanto como el primer encuentro con el irupé. La singular especie acuática oficia también de bandera para visibilizar y conocer un ecosistema “que está acá nomás”, y que no tiene nada que ver con el del otro lado de la costa, aunque alguna vez fueron similares.

Cuando aparece el irupé los rosarinos se convocan, hacen planes, buscan un día que quede bien a todo el grupo de amigos. Cuentan embarcaciones, preparan un almuerzo y una merienda, y sobre todo averiguan cómo llegar a verlo. La información nunca es del todo certera y la incertidumbre se vuelve el ingrediente especial de la jornada dedicada a buscar y conocer la planta. Ignacio, rosarino, uno de los tantos que hizo el camino, consideró que la búsqueda del irupé y su flor de corola blanca con corazón encarnado que se va expandiendo con los días es una forma de encuentro y reflexión sobre la vida y la naturaleza. No puede escindir a la planta acuática del instante. “Sería muy injusto hablar solo de una bella flor del irupé, de su mágica construcción y de sus inmensas hojas espinosas protectoras, sin resaltar y valorar nuestra acción de estar ahí”.

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Pablo sabía dos cosas: que existían y que para verlos había que remar bastante. La primera vez que vio los irupés fue en un muro de Facebook. “Comenzaron a repetirse: un paisaje increíble, la punta de uno o dos kayaks y las plantas esas, verdes, redondas, enormes, mágicas”. Pablo recuerda que un sábado se encontró con su amigo Matías y le pidió que fuera su guía por la isla. Y armaron el plan. “Ese lunes a las diez nos embarcamos en dos kayaks con Mati, su hermana Nati y su sobrina, que se llama, nada más y nada menos, Irupé. A la par, en un bote de remos, iban Bruno y Guadalupe.
Mati ya había ido un par de veces pero no tenía claro el camino. “El río te va llevando”, me decía. “Yo confiaba”. El relato de Pablo es extenso e incluye el encuentro con decenas de personas que estaban enfrascadas en la misma aventura. Los que volvían o estaban acampando –era un fin de semana largo– les daban coordenadas. Se cruzaron con un grupo de adultos mayores, otro de amigos que andaban por los 30, un campamento de chicos del club Rosario Central. Por el relato de Pablo, vieron como treinta irupés. Algunos rotos, otros florecidos: “Todos increíbles”, afirma él.

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El irupé –o victoria cruziana; aunque cueste creerlo, todavía conserva un nombre científico otorgado en honor a la reina de Inglaterra– es una planta acuática de las cuencas de los ríos Paraná y Paraguay. Sus grandes hojas redondas como un plato o una tartera gigante pueden llegar a medir hasta dos metros de diámetro, con bordes perpendiculares que se alzan unos diez y hasta veinte centímetros del agua en que esta ninfácea flota. El reborde impide que el agua la inunde, por lo que cada hoja puede sostener gran peso y ser lugar de reposo –y de resguardo– para varias especies de aves y animales. La flor del irupé, dicen, es una de las más lindas que existe. Nace en la noche de color blanco, y con el paso de los días se va tornando más rojiza. Llega a medir hasta 40 centímetros de diámetro. Los que vieron la planta usan otras palabras para describirlas, menos científicas, tal vez más reales: magia, aventura, encuentro, compromiso.


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Alejandro habla del irupé entre risas. Desde que se propuso encontrarlo hasta que lo vio una y otra vez, el relato es el de una aventura entre amigos. La primera obsesión nació con la fantasía de refundar la leyenda de la planta. Un colega y compañero de río le contó que vio, en una foto a través de Facebook, a una chica acostada sobre un irupé. La chica estaba desnuda y Alejandro y su amigo recorrieron el río una y otra vez en busca de la planta, de la flor y de la mujer acostada ahí. Alejandro se acuerda y ríe. Habla de lo difícil que es encontrarlos: no sólo hay que saber dónde están, sino cómo llegar a ese punto. Conocer brazos del río, atravesar pantanos de camalotes, distintas profundidades, no deslumbrarse con el paisaje y recordarse una y otra vez que hay más: hay irupé. Le gusta la palabra aventura. Le gusta pensar en las sensaciones. Se acuerda la primera vez que vio la flor del irupé. “¿Qué hace una flor tan bella en un lugar donde nadie la ve?”, se preguntó. “Que te regalen una debe ser como que te bajen la luna”.


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 Hola laura! Seria un honor compartir con ustedes mis huellas con la naturaleza. En este gran libro de la vida, la intuición ha sido mi hambre y sus pasos, el alimento. Encontrar es encontrarnos. Y nuestra capacidad de asombro o la magnitud de dicho encuentro, dependerá del grado de conexión que decide cada ser en su interior. Ser un receptor sensible se construye día a día, sol a sol, flor a flor. Las flores podrían ser unas especies de "capsulas transportadoras de contenidos espirituales" que nos conducen a encontrarlas para encontrarnos. Este fenómeno, como otros cientos de miles, forma parte, de manera fundamental de "nuestro compromiso biológico en la tierra" El ser humano esta designado a ser intuitivo y a responder a esta intuición. Respetar nuestro funcionamiento para poder, como todas las especies, seguir en carrera y no extinguirnos. Encontrar una flor es una bendición. Es un indicativo de que todavía podemos encontrarnos. Es ver y oler nuestra data interna. Es transportarnos a comprender la vida. Es un descubrirnos dia a dia, hora a hora y minuto a minuto. La experimentación del ser en la gran cuna del paisaje. El sentido, la intención y el entendimiento, es propio de cada uno. La leña que destinamos para calentar nuestra salamandra interna. El calor que genera su combustión es la emoción que nos rebalsa y trasciende. Nos abre los canales. Nos lleva. Nos alimenta. Seria muy injusto hablar solo de una bella flor del irupe, de su mágica construcción y de sus inmensas hojas espinosas protectoras, que he visto superar los 2 metros de diametro, sin resaltar y valorar nuestra acción de estar ahi , en ese instante. Agradezco tener la posibilidad de comprensión y conexión a mi intención, de llevar a la intuición, como bandera y guía. De poder hacer e impulsar a hacernos. A los seres que acompañan éste viaje. Al Sol de cada día! Bueno Laura espero saques algo de estos apuntes sensoriales y con gusto podría aportarles mas vivencias en otra oportunidad. No se si es precisamente lo que esperaban recolectar, pero bien podría servir para alguna instancia del relato. Abrazo grande y estamos en contacto

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